El asesinato de Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan, no es un accidente político: es una derrota del Estado. Y, como ocurre en las derrotas verdaderas, el perdedor no es sólo el gobernante en turno, sino la comunidad entera que confió en él. La brutalidad no irrumpe en Michoacán y en todo México: se instala, se expande, se vuelve clima. Lo nuevo —y lo más inquietante— es que el gobierno que prometió desmontarla parece haber pactado con su presencia.
En el México gobernado por Morena, la brutalidad no retrocede: es tolerada, explicada, minimizada, justificada. Se le concede una cortesía inquietante: la de no nombrarla por lo que es. Se le llama “herencia”, “provocación”, “excepción”. El lenguaje del poder se ha vuelto un laboratorio de eufemismos. Las palabras ya no designan realidades: las disuelven. El crimen no es crimen: es “incidente”. El fracaso no es fracaso: es “narrativa opositora”.
Mientras tanto, un presidente municipal es asesinado en su propia ciudad. Y, en vez de un relámpago de indignación gubernamental, recibimos un murmullo: promesas, comunicados, condolencias. Los rituales de siempre. El aparato estatal, gigantesco y solemne, actúa como si la brutalidad fuera una lluvia estacional y no una estructura que corroe su potestad.
Morena, que llegó al poder proclamando la regeneración de la vida pública, ha confundido la regeneración con la absolución. Todo se explica, todo se perdona, todo se hereda: nada se asume. El viejo ogro filantrópico —torpe, paternal, hipertrofiado—, resucita bajo nuevas siglas. Y como su antecesor priista, exhibe la misma falla esencial: una ceguera selectiva. Mira lo que le conviene, ignora lo que lo compromete.
El crimen de Uruapan desnuda al Estado. Lo muestra como es: un poder que habla fuerte y actúa débil. Un poder que perdió el monopolio de la violencia pero conserva el de la retórica. Un poder que prefiere movilizar a sus fieles antes que proteger a sus ciudadanos. Toda política que sustituye la responsabilidad por la propaganda acaba por generar su propio laberinto: un sistema que gira en torno a su voz mientras pierde control sobre su territorio.
La muerte de Carlos Manzo interpela al gobierno, pero también a la nación. ¿Cuántos asesinatos más serán necesarios para que la autoridad reconozca que su estrategia ha fracasado? ¿Cuánta sangre debe derramarse antes de aceptar que la “transformación” no ha tocado el nervio de la brutalidad, sino que la ha administrado como un mal inevitable?
No, la brutalidad no es inevitable. La resignación sí lo es, cuando el Estado decide que su primera obligación no es proteger al ciudadano, sino preservar su relato.
México no puede vivir de manera eterna bajo la sombra de un poder que, temeroso de confrontar al crimen, termina administrando la inercia del horror. La muerte de un alcalde no es sólo una nota roja: es un juicio. Y este gobierno, con su mezcla de soberbia y desdén, lo está reprobando.
La pregunta ya no es qué hará el Estado. La pregunta —terrible—, es si aún puede hacer algo.